miércoles, 5 de agosto de 2015

No Puedo ser un Hijo de Puta (al Menos no Cuando lo Intento)

No Puedo Ser un Hijo de Puta (al Menos no Cuando lo Intento)

            Hacía ya casi un mes que no nos dirigíamos la palabra. Nada había pasado en realidad, simplemente desapareció de un día para el otro. Tal vez por eso mismo fue que resolví con una determinación que nunca me caracterizó el llamarla para acordar un encuentro, mas no lo hice sin pensar; no por haberlo resuelto decididamente iba a descuidar los pormenores de mi accionar. Con cuidado, marqué uno a uno los dígitos de su número de teléfono. No el del celular, claro: eso le habría dado la oportunidad de rechazar mi llamada tan pronto leyera mi nombre en pantalla. No tenía manera de saber si eso era lo que haría ella si decidía buscarla allí, pero pensé que lo más sensato era ahorrarme dicha posibilidad. Miré el reloj antes de presionar la tecla que daría inicio, con algo de suerte, a nuestra charla. Supuse que sus horarios no habrían cambiado mucho en tan poco tiempo; no tenían motivo para hacerlo, por lo que pulsé a la vez que apretaba los ojos. Una parte de mi determinación comenzaba a abandonarme, y casi lo hizo del todo cuando una voz de hombre me saludó al otro lado de la línea. Su padre insistía con sus “¿Hola?” y los eventuales “No se oye, ¿quién habla?” cuando decidí cortar la comunicación. Lo intentaría luego. Me desplomé en una silla y mis ojos pasaron perezosamente del teléfono a las agujas del reloj, del reloj a la ventana y finalmente retornaron al aparato que yacía burlón frente a mí. Insensato, acepté su desafío y marqué otra vez. Nuevamente, el hombre fue quien me atendió con un impetuoso “Hable”, el cual desobedecí colgando bruscamente.

            Forzado a buscar una alternativa, resolví hacer tiempo dándome una ducha. Si todo salía como esperaba, tras una breve conversación me pondría en camino a vernos y no quería hacerla esperar. Fui consciente de que estaba permaneciendo bajo el agua más tiempo que el que era realmente necesario, pero me dije a mí mismo que nunca podría estar demasiado limpio. Una hora después de mi primer intento, tomaba nuevamente el receptor tras haber marcado lento, casi con miedo. Estaba de pie, en ropa interior y recién afeitado cuando su voz llegó a mí como una descarga eléctrica; tuve que empezar a andar para que no notara cómo la ansiedad mordía cada una de mis palabras. Le expliqué -tan resumidamente como mi desmedida verborragia me lo permitió- que el tiempo sin saber nada del otro me había hecho pensar, y ella acotó que también era su caso; haciendo énfasis en ello le sugerí juntarnos esa misma tarde así podríamos conversar con mayor fluidez y claridad sobre las reflexiones que cada uno había hecho. No fue ninguna sorpresa para mí el encontrar que ella tenía libre ese hueco de su agenda; nunca había sido una persona muy ocupada. Para darle algo más de tiempo, le propuse pasarla a buscar y luego, una vez juntos, decidir qué hacer. La determinación que había perdido ese mismo día volvió a mí en forma de valor y confianza. Sin siquiera titubear, me puse mis mejores ropas y fijé mi rumbo hacia su dirección. A los ojos de cualquiera, estaba arreglado; a los suyos, mi imagen tenía tantas pequeñas señas que para ella serían tan evidentes como tener un tatuaje en el rostro que diga “TODO ES POR VOS”. La camisa que llevaba era la que ella me había ayudado a elegir tiempo atrás, la que -en sus textuales palabras- me quedaba “tan bien que dan ganas de arrancarla”; tenía puesto su perfume favorito, uno que alguna vez me entregó por compromiso un pariente lejano y resultó ser todo un acierto, y unos jeans gastados que usé la primera vez que salimos. Todo seleccionado cuidadosamente con el único fin de traer a su pensamiento recuerdos y sentimientos que tal vez empezaban a caducar.

            En el camino hasta su casa, tracé un nuevo plan de acción; barajé cada uno de los posibles escenarios y me quedé con el que me pareció más natural: llegaría a su puerta y la llamaría para hacerle saber que estoy afuera. Le ofrecería una media sonrisa al verla salir y la invitaría a tomar un café en ese bar francés al cual siempre dijimos que teníamos que ir y sin embargo nunca fuimos. Hasta llegar al lugar, tocaría tópicos triviales cuidando que sea ella la que más diga pero yo quien controla cada tema, y una vez allí ordenaría un cortado doble para mí y una lágrima para ella. Nos sentaríamos enfrentados en una pequeña mesa contra la pared y compartiríamos un breve silencio, las miradas de los dos buscando leer al otro a través de sus ojos; ese sería el preciso momento en el que debía jugar mi mejor carta. Temblé de la emoción de tan sólo pensarlo, pero continué repasando lo que tenía que hacer: rompería ese silencio cómodo cómplice de un suspiro, mi mano buscaría la suya que de seguro estaría descansando sobre la mesa, primero la acariciaría y luego la contemplaría a la vez que la tomaría para sentir su suave tacto de nieve, pero sobre todo para que ella sienta la seguridad en mi roce. Miraría con dulzura a sus ojos sólo para asegurarme de que tengo toda su atención, y luego volvería a enfocarme en sus elegantes dedos de uñas decoradas. Sin levantar la mirada, con falsa timidez le diría “¿Sabés? Creo… creo que te odio” y volvería a poner esa media sonrisa que sé que adora. Ella reiría, algo nerviosa quizá, segura de que es una broma y yo reiría con ella antes de continuar. “No, en serio” agregaría, cambiando bruscamente mi expresión, alzando la cabeza para que ella pueda estrellarse contra la dureza de mis ojos. Nuestras manos no se soltarían y, con la que aún tendría libre, empezaría a acariciar sus piernas por debajo de la mesa. Ella se volvería rápidamente, sorprendida en parte por lo inesperado del roce, en parte por darse cuenta de lo provocativo que le resultaba mi gesto. Ella no lucharía por soltar su mano ni quitaría la mía de sus piernas, no volvería a reír ni diría nada; ella no tendría ninguna de esas reacciones perfectamente lógicas y esperables de cualquier otra persona, sólo me escucharía continuar con lo que empezaba a decir. “Vamos, ¿me vas a decir que te sorprende?”, preguntaría volviendo a sonreír, “Además, ¿no es esto lo que querías? ¿No es por esto que te fuiste sin decir nada, dejándome solo y desesperado? ¿No me odiás, acaso, vos también a mí y por eso es que siempre me dejás queriendo más de vos? ¿Quién te creés que sos para jugar así conmigo? Y, ¿qué clase de estúpido soy yo, que te lo permito?”. Entonces, cuando las lágrimas asomen de sus ojos de ámbar, sería el momento de dar el golpe de gracia: “Pero, ya no más. Hasta acá llegué. Fui lo mejor que tuviste, y ahora vas a ver cómo me perdés” diría antes de marcharme y entonces nunca, nunca volvería a mirar atrás.

            Sin darme cuenta, ya me encontraba de pie ante su timbre. Estuve a punto de tocar, la cual habría sido la primera falta a mi plan, pero reaccioné a tiempo y me corregí. La llamé y en un instante la vi salir. Llevaba un vestido sencillo y el cabello recogido; se veía realmente bien, todo en ella parecía cómodo y natural. Me saludó alzando la mano mientras caminaba hacia mí con una sonrisa de esas cuya sinceridad nadie podría jamás poner en duda. Me acerqué a saludarla cuando estuvo lo suficientemente cerca, y entonces sus brazos me tomaron por sorpresa. Antes de poder darme cuenta, estaba descubriendo cuánto extrañaba tenerla acurrucada en mi pecho. Un momento después, alzó su rostro y yo corrí su pelo.

Ella me besó y yo la besé a su vez.
Lo demás ya no importaba.

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